No se la forzaba o turbaba por un montón de otras lecturas. Nada ayuda a saborear ni a comprender tanto la Palabra de Salvación como vivirla uno mismo hasta el límite. Solamente cuando uno se ha expuesto a todas las intemperies, se da cuenta verdaderamente de lo que es un techo. Y lo mismo cuando se vive lejos de todo apoyo humano y de todo lo que da habitualmente a la existencia una apariencia de solidez, se encuentra la verdad de estas palabras: “Mi roca, mi fortaleza, eres Tú.”
Francisco había probado muchas veces lo bienhechora que era esta vida de soledad. Ya habían pasado muchos días desde su llegada a la ermita. Pero esa vez la paz no volvía a su alma. Por la mañana, muy tempranito, oía la misa que decía el hermano León, después se retiraba a la soledad. Allí oraba largamente, y lo hacía en medio de grandes angustias. Le parecía entonces que Dios se había alejado de él, y llegaba a preguntarse si no había presumido de sus fuerzas. En algunos momentos recurría a la oración de los salmos para expresar su tristeza.
“Has alejado de mí a mis amigos - Yo soy un extranjero para mis hermanos. Mis ojos se consumen en el sufrimiento. Tiendo hacia Ti mis manos. ¿Por qué rechazas mi alma? ¿Por qué me escondes tu rostro? Estoy cargado de terror, estoy turbado.”
Pero su plegaria se hacía más viva todavía cuando recitaba este versículo:
“Enséñame tus caminos, oh Dios, oh Eterno.”
En esta súplica derramaba toda su alma. Expresaba con ella su deseo vehemente de conocer la voluntad de Dios sobre él. Ya no sabía lo que Dios quería de él y se preguntaba con angustia qué debía hacer para serle agradable. Desde su conversión, no había cesado de tender hacia el bien. Creía que se había dejado conducir por Dios. Y había tropezado con el fracaso. Al seguir la pobreza y la humildad del Señor Jesucristo, no había buscado otra cosa que la Paz y el Bien. Y sobre sus pasos había germinado la cizaña y cada vez se extendía más. Muchas veces su oración se prolongaba hasta muy tarde, hasta la noche. Una tarde que estaba así rezando estalló una gran tormenta. Ya había caído la noche. Una noche pesada y oscura que se iluminaba de repente con grandes relámpagos deslumbrantes. A lo lejos el trueno gruñía sordamente. Poco a poco los estallidos se acercaban y en seguida la tempestad estalló con toda su fuerza encima mismo de las ermitas. Cada detonación parecía como el choque de un enorme carnero contra la montaña. Se oía primeramente en lo más alto del cielo un ruido estridente y rápido como una tela que se desgarra de un solo golpe. Después era como un crujido espantoso cuyo ruido estremecía toda la montaña. Parecía entonces que lo que acababa de caer del cielo continuaba su estrépito bajo la tierra y se arrastraba, haciendo temblar todas las cosas. Solo, en la noche, Francisco temblaba también. Pero no era con ese miedo que tienen los hombres cuando sienten su vida amenazada. Temblaba por no conocer los designios de Dios sobre él. Se preguntaba qué era lo que Dios quería de él y temía no oír su voz. Esa tarde, la voz de Dios estaba en la tormenta, pero hacía falta saber oírla. Francisco escuchaba. ¿Y qué decía esa voz poderosa que bramaba la noche entrecortada de luz? Clamaba la vanidad de todas las cosas de este mundo. Afirmaba que toda carne es como hierba de los campos, que florece por la mañana y en el mismo día se seca por un viento abrasador. Y la voz volvía a empezar a lo lejos el mismo tema, pero en un tono más grave y más sordo, en un rodar prolongado que iba a perderse detrás de las grandes montañas. ¿Y qué decía esta voz? Que la gloria de que Dios se rodea es terrible y que nadie puede verla si primeramente no muere y no pasa a través del agua y del fuego. El fuego caía del cielo. Pero ahora se mezclaba el agua con el fuego. Primero gruesas gotas esparcidas, después una lluvia a cántaros, espesa, torrencial, que cayendo sobre las rocas rebotaba y chorreaba por todas partes hasta el barranco, que reventaba de agua. Todo esto caía sobre la montaña como un inmenso bautismo. Como una invitación a una gran purificación. Francisco contemplaba y escuchaba, estaba inmóvil, al abrigo de una roca. No tenía otra cosa que hacer que mirar y escuchar. No era momento de ir por el mundo y predicar el Evangelio a las turbas, ni tampoco de reunir a los hermanos para hablarles. No se trataba de hacer nada, sino solamente de estar allí como la montaña misma, sin moverse, sin rechistar, en la noche pesada cortada por relámpagos, enteramente ocupado en recibir el agua y el fuego del cielo y en dejarse purificar. Esta voz era misteriosa y difícil de oír. La lluvia había parado. Un viento fresco soplaba sobre la montaña. En el cielo, lejanas y pálidas, las estrellas temblaban y parecía a cada instante que el viento iba a apagarlas. La noche seguía oscura, muy oscura. No se distinguían las cosas. Ese árbol o aquella roca, bien conocidos, no eran más que masas informes, que se confundían con la oscuridad. El recortarse habitual de las cosas se había borrado y dejaba que la mirada se perdiera en un espacio oscuro y sin fondo. Es duro aceptar ese borrarse de las cosas y sostener un frente a frente con lo que parece ser la nada. Es duro permanecer despierto en medio de este vacío oscuro en que no solamente todos los seres familiares han perdido su brillo, su voz y hasta su nombre, sino en que hasta la misma presencia divina parece haber huido.
Francisco había deseado la pobreza. Se había desposado con ella, como decía él. En este momento de su existencia, él era pobre, dolorosamente pobre, más allá de todo lo que había podido soñar. No había mucho, cuando se retiraba a esta montaña, todo le hablaba de Dios y de su grandeza. Esta naturaleza salvaje le penetraba del sentimiento de la majestad divina. No tenía más que dejarse llevar por ella. Ahora era la hora del reflujo. Estaba allí, oprimido, jadeante, como un pez echado fuera del agua.
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