Cap. I. Cuando ya no hay paz.

Del libro Sabiduría de un Pobre -  E. Leclerc

Dejando el camino polvoriento y ardiente del sol, sobre el que habían caminado largas horas, hermano Francisco y hermano León se habían metido en el angosto sendero que se hundía en el bosque y que llevaba directamente a la montaña. Avanzaban penosamente. El uno y el otro estaban cansados. Habían pasado mucho calor caminando a pleno sol con sus sayales pardos. Así apreciaban ahora la sombra que echaban las hayas y las encinas. Pero el barranco subía ásperamente. Sus pies desnudos, a cada paso, rodaban sobre las piedras. En un lugar donde la pendiente se hacía más dura, Francisco se paró y suspiró.
Entonces su compañero, que iba algunos pasos adelante, se paró también y, volviéndose hacia él, le preguntó con una voz llena de respeto y cariño: - ¿Quieres, Padre, que descansemos aquí un instante? - Sí, hermano León - respondió Francisco.
Y los dos hermanos se sentaron, uno al lado del otro, al borde del camino, con la espalda apoyada en el tronco de un enorme roble. - Tienes aspecto de estar muy cansado, Padre - observó León. - Sí, lo estoy - respondió Francisco-. Y tú también, sin duda. Pero allá arriba, en la soledad de la montaña, todo se arreglará. Ya era tiempo de que saliera. Ya no podía estar más entre mis hermanos.
Francisco se calló, cerró los ojos y permaneció inmóvil, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la cabeza un poco apoyada hacia atrás contra el árbol. León le miró entonces atentamente. Y tuvo miedo. Su rostro no estaba solamente hundido y demacrado, sino deshecho y velado por una profunda tristeza. Ni el menor espacio de luz sobre esta cara antes tan luminosa. Sólo sombra de angustia, de una angustia honda, que hundía sus raíces hasta el fondo del alma y la devoraba lentamente. Parecía el rostro de un hombre en una terrible agonía. Un trazo duro atravesaba la frente, y la boca tenía un gesto amargo. Por encima de ellos, escondida en el follaje espeso de un roble, una tórtola dejaba oír su arrullo quejoso. Pero Francisco no la oía. Estaba metido completamente en sus pensamientos. Le llevaban constantemente, a pesar suyo, a la Porciúncula. Su corazón estaba atado a esta humilde parcela de tierra, situada cerca de Asís, y a su iglesia de Santa María, que él mismo había restaurado con sus manos. ¿No era allí donde quince años antes el Señor le había hecho la gracia de comenzar a vivir con algunos hermanos según el Evangelio? Todo era entonces bello y luminoso, como una primavera de la Umbría. Los hermanos formaban una verdadera comunidad de amigos. Entre ellos el trato era fácil, simple, transparente. Era, en verdad, la transparencia de una fuente. Cada uno estaba sometido a todos y no tenía más que un deseo: seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor Jesucristo. Y el Señor mismo había bendecido esta pequeñita fraternidad. Y se había multiplicado rápidamente. Y a través de toda la Cristiandad habían florecido otras pequeñas fraternidades de Hermanos. Pero ahora todo estaba amenazando ruina. Ya no había unanimidad en la simplicidad. Entre los hermanos se discutía ásperamente y se destrozaban. Algunos de ellos, que habían entrado tarde en la Orden, pero influyentes y con elocuencia, declaraban sin parpadear que la regla, tal como estaba, no respondía ya a las necesidades de la comunidad. Tenían sus ideas sobre la cuestión. Era preciso, decían, organizar la multitud de Hermanos en una Orden fuertemente constituida y jerarquizada. Y por esto se debían inspirar en la legislación de las grandes Ordenes antiguas y no retroceder ante construcciones amplias y duraderas, que darían a la Orden de Hermanos Menores más altura. Porque, añadían, en la Iglesia, como en todas partes, se respeta al que se hace respetar. Estos, pensaba tristemente Francisco, no tienen el gusto de la simplicidad y de la pobreza evangélica.  Veían que estaban minando la obra que él había edificado con la ayuda del Señor. Y eso le hacía daño, muchísimo daño. Y luego los otros, todos los que so capa de libertad evangélica o por tener aspecto de menospreciarse a sí mismo se permitían toda clase de fantasías y originalidades del peor gusto. Su conducta inquietaba a los fieles y desacreditaba a todos los hermanos. Estos también minaban la obra del Señor.
Francisco volvió a abrir los ojos, y fijando intensamente la mirada, murmuró: - Hay demasiados Hermanos Menores.
Después, bruscamente, como para rechazar esta idea importuna, se levantó y volvió a ponerse en camino. - Tengo ganas - dijo - de llegar allá arriba y encontrar un verdadero nido de Evangelio. Sobre el monte el aire es más puro y los hombres están más cerca de Dios.
- Nuestros hermanos Bernardo, Rufino y Silvestre estarán contentísimos de volver a verte - dijo León. - A mí también me da mucha alegría - dijo Francisco-. Ellos me han permanecido fieles. Son los compañeros de la primera hora.
León iba delante. Francisco seguía penosamente; pensaba en los últimos meses que acababa de pasar en el convento de la Porciúncula, y durante los cuales había multiplicado los esfuerzos para llevar a sus hermanos a la vocación. En el último capítulo general de Pentecostés se habían reunido todos. El les había dicho entonces claramente lo que pensaba. Pero se había dado cuenta en seguida de que él y una fracción importante de la comunidad ya no hablaban el mismo lenguaje. Intentar convencerles era tiempo perdido. Entonces él se había levantado ante los tres mil hermanos reunidos. Noble y salvaje, como madre a quien quieren arrancarle los hijos, había gritado:

“El Evangelio no tiene necesidad
de ser justificado.
Hay que tomarlo o dejarlo.”

Sus primeros discípulos, los compañeros fieles, se habían regocijado. Esperaban que iba a volver a tomar en sus manos la dirección de la Orden. Pero las fuerzas físicas le traicionaban. Había vuelto de Palestina con la salud completamente deshecha. Para hacer frente a los descontentos hacía falta un hombre recio, con un temperamento fuerte de jefe. El cardenal Hugolíno, protector de la Orden, aconsejaba al hermano Elías. Y Francisco había consentido, no sin aprensión, sin embargo. En cuanto a él, enfermo del hígado y del estómago, con los ojos infectados y quemados por el sol del Oriente y por las lágrimas, había tomado la postura de callarse y de rezar. Pero una tristeza pesada había caído sobre él. Como una especie de herrumbre, se había apegado a su alma y le atacaba, consumiéndola día y noche. El porvenir de su Orden le parecía muy sombrío. Veía a los suyos divididos. Le contaban los malos ejemplos que daban algunos hermanos y el escándalo que producían entre los fieles. El mismo fray Elías, a la cabeza de la Orden, se daba aires de gran señor y favorecía a los innovadores. La pena de Francisco era demasiado grande para poder ocultarla. Ya no podía mostrar a sus hermanos el rostro abierto y alegre, como siempre había hecho. Y por eso, se iba lejos, para ocultar su tristeza en la montaña, en medio del bosque. Había resuelto retirarse a una de aquellas ermitas que había construido él mismo algunos años antes sobre las estribaciones de los Apeninos. Allí, al menos, en silencio y soledad, ya no oiría hablar de malos ejemplos. Allí también ayunaría y rogaría, hasta que el Señor tuviera piedad de él y se dignase mostrarle su rostro. Llegados a la cima de la primera colina, Francisco y León vieron cómo se levantaba ante ellos la montañita cubierta de bosque, en medio de la cual se escondía la humilde ermita de los hermanos. Se pararon un instante para contemplar la pirámide verde sobresaliendo de un contrafuerte de los Apeninos. El verde, del que estaba vestida la ladera, enmascaraba su aspereza y su carácter salvaje. La otra ladera, que no se veía, pero que Francisco conocía muy bien, era muchísimo más abrupta; estaba formada por un derrumbamiento de rocas. Por encima de la montaña, y tan lejos como podía alcanzar la vista, el cielo estaba maravillosamente claro y luminoso. Era una tarde bella y tranquila del final del verano. El sol acababa de desaparecer en el horizonte detrás de la cresta de las grandes montañas. Ya no se percibía más que un vapor de luz por encima del poniente. El aire comenzaba a refrescar imperceptiblemente. Una niebla ligera azulada se extendía y flotaba por encima de los barrancos violáceos. El sendero subía ahora serpenteando sobre el flanco de la montaña. Los dos hermanos avanzaban lentamente y en silencio. Francisco caminaba un poco encorvado, con los ojos fijos en el suelo. Iba con ese paso torpe del hombre que se dobla bajo una carga demasiado pesada. Lo que le agotaba no era el peso de los años (tenía poco más de los cuarenta), ni tampoco el peso de sus pecados, aunque nunca se hubiese sentido más pecador ante Dios que ahora; ni era tampoco el peso de la Orden en general; él no conocía la Orden en general, nunca conocía nada en general, y para hacer que se doblara hacía falta algo mucho más pesado que visiones abstractas. Lo que le hacía andar así, casi titubeando, era el pensamiento y el cuidado de cada uno de sus hermanos en particular. Cuando pensaba en ellos - y jamás dejaba de pensar - los veía con su fisonomía propia, con sus alegrías y con sus sufrimientos particulares que tenía el don de hacer suyos. Sentía el drama que se desarrollaba en cada momento en el corazón de una gran número de sus hijos y los sentía con el matiz propio de cada uno de ellos, de una manera profunda y punzante. Tenía un poder extraordinario de sentir. Había en él como un instinto maternal. Y es posible que tuviese esta sensibilidad por su madre, donna Pica. “Si una madre quiere y alimenta a sus hijitos según la carne - le gustaba repetir a él -, mucho más debemos nosotros querer y alimentar a nuestros hermanos según el Espíritu.” Todavía joven, cuando estaba en el mundo, su rica sensibilidad hacía de él un ser particularmente receptivo y tierno. Vibraba con todo lo vivo, joven, noble y hermoso: con las proezas de los caballeros, con los poemas de amor, con lo bello de la Naturaleza, con la dulzura de la amistad. Y esta sensibilidad le hacía compasivo con los pobres; todo su ser se derramaba cuando uno de ellos se le arrimaba con estas palabras:   “Por el amor de Dios.” Su conversión no había destruido su humanidad. No había roto su capacidad. No había hecho más que profundizarla y purificarla. Dios le había hecho sentir la vanidad de su vida. Y él se había vuelto atento a llamadas más profundas. A la del leproso que encontró un día en el campo de Asís y que besó, a pesar de su fuerte repugnancia. A la del crucifijo de la iglesia de San Damián, que se había hecho vida a sus ojos y le había dicho: “Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, amenaza ruina.” Su poder de sentir se había agudizado. Y, al mismo tiempo, se había transformado en una capacidad inmensa de sufrimiento.
Ahora caía el día. Bajo los olmos y los pinos que escalaban la roca ya se había hecho oscuro. En el bosque, un pájaro nocturno lanzó su grito.
El hermano León observó: - No llegaremos antes de la noche.
Francisco no dijo nada. Pero pensaba interiormente que así sería mejor. Los hermanos de la ermita notarían menos su tristeza. Pasaron delante del arroyito adonde los hermanos venían todos los días a coger agua, el murmullo en la oscuridad señalaba su presencia. Ya no estaba muy lejos. Sólo a la distancia de uno o dos tiros de piedra. Francisco sintió entonces una duda en el alma. Tenía por costumbre decir siempre cuando llegaba a una casa: “Paz a esta casa”, como pide el Señor en el Evangelio. Pero ¿tenía derecho a hacerlo ahora? ¿No era desleal por su parte ofrecer una cosa que no tenía, presentarse como un mensajero de paz cuando tenía el corazón vacío de ella? Francisco levantó los ojos al cielo. Entre las ramas de los pinos, que levantaban su masa negra de una a otra parte del sendero, se desenrollaba una estrecha cinta de cielo azul profundo. Las estrellas se encendían lentamente en el firmamento. Francisco suspiró. En su noche no había estrellas. Pero ¿es que hacía falta que amaneciera el día para seguir el Evangelio y obrar como lo pide el Señor?
En este momento llegaron a la altura de la capillita de la ermita. Ya el hermano León le rodeaba por detrás. Entonces, Francisco, elevando su voz, gritó en el silencio de la noche:


- En el nombre 

del Señor, 

paz a esta casa.

Y el eco en los bosques repitió: “... a esta casa”.

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