Cap. VII. Una alondra canta sobre los arados

Había empezado la Semana Santa. Toda la cristiandad se disponía a celebrar solemnemente el misterio de la Muerte y la Resurrección del Señor. No se trabajaba. Se acallaban las rencillas y el pueblo gustaba libremente los oficios litúrgicos. Eso hacía parte de la vida, como el trabajo y las rencillas, pero más profundamente todavía. Los hombres tenían necesidad de lavarse en la sangre de Cristo. Era una necesidad casi física de renovación, de renacimiento y de resurrección. Hasta en las aldeas más apartadas, en todas partes donde hubiera un sacerdote, la tierra cristiana bebía ávidamente la sangre del Señor y se dejaba penetrar por una pureza nueva y un vigor nuevo. Entonces la cristiandad reverdecía, como en una primavera nueva. En la ermita se preparaban también a celebrar la Pascua. También allí los hombres sentía la necesidad de rehacerse de nuevo. El Jueves Santo, Francisco invitó a sus hermanos a venir a celebrar juntos la cena del Señor; comulgarían todos en el mismo sacrificio, y después participarían en una comida fraternal. Al hacer esta invitación, Francisco pensaba, sobre todo, en el hermano Rufino. Durante toda la Cuaresma éste se había mantenido separado de la comunidad. El hermano León fue a verlo para hacerle saber la invitación del hermano Francisco.
- Dile al hermano Francisco que no iré - respondió Rufino -. Además, no quiero seguirle. Quiero permanecer aquí solitario. Me salvaré más seguramente así que siguiendo los caprichos del hermano Francisco. El Señor mismo me lo ha asegurado.
Cuando Francisco supo esto, se puso muy triste. Envió en seguida al hermano Silvestre junto a Rufino para convencerle de que viniera. Pero él se obstinó en decir que no. Fue preciso, pues, comenzar la celebración de la Santa Misa sin él. Esta ausencia, sin embargo, torturaba a Francisco. Antes de la elevación de la Eucaristía envió un tercer hermano a Rufino.
- Vete a decirle que venga, al menos a ver el Cuerpo de Cristo.
Pero Rufino no se movió más que la roca en que estaba clavado. Después de la comunión, no pudiendo contener su tristeza, Francisco se retiró para llorar.
- ¿Hasta cuándo, Señor - gemía -, dejarás de andar perdida a mi ovejita tan simple?
Después, de repente, se levanto y fue personalmente a encontrar a Rufino a su retiro. Cuando éste percibió la silueta de Francisco se quedó impresionado, pero no hizo ningún movimiento.
- ¿Por qué, hermano Rufino, me has causado esta pena tan grande? Tres veces te he hecho llamar y todas las veces te has negado a venir. ¡En un día así! ¿Por qué?, dime, ¿por qué? - suplicaba Francisco. No había en sus palabras el mínimo asomo de reproche. Era la angustia de una madre la que hablaba. Todo su ser en este instante se tendía hacia Rufino. Reteniendo el aliento, espiaba ansiosamente el menor gesto en el rostro de su hermano. ¿Qué no hubiera hecho para ayudarle a que se abriera? - Ya te he hecho saber por qué - respondió Rufino con un tono medio brusco, medio apurado -. Me parece más seguro vivir la vida de los antiguos ermitaños que tus fantasías. Si te escuchara estaría distraído continuamente de la vida de oración. Es lo que ha sucedido en el pasado, cuando me enviabas a predicar de un sitio a otro, o a cuidar de los leprosos. No, no es eso lo que el Señor quiere de mí. Mi gracia propia es la oración en la soledad. Lejos de los hombres, lejos de todo. - Pero en este día en que el Señor mismo ha deseado con gran deseo comer la Pascua con sus hermanos, vamos, no puedes rehusarnos esta alegría de venir a comer con nosotros - le dijo Francisco. - Te aseguro que no veo la utilidad. Prefiero permanecer solo, como el Señor me lo ha enseñado - respondió Rufino.
 - El Señor está donde están tus hermanos - replicó dulcemente Francisco -. Vamos, hermano Rufino, por la caridad que es Dios mismo, te lo suplico: hazme este favor. Todos tus hermanos te están esperando. No pueden empezar sin ti. - ¡Bueno!, sea - dijo Rufino, levantándose bruscamente -. Iré, ya que estás tan empeñado. Y añadió, refunfuñando: - Pero no renuncio a mi proyecto. Volveré aquí lo más pronto que pueda.
Durante la comida, Francisco se mostró muy a gusto. Había colocado a Rufino cerca de él y le hablaba con naturalidad, como si nada hubiera pasado. Como si Rufino hubiera estado allí realmente no sólo de cuerpo, sino de corazón. En ningún momento le vino la idea de darle una lección. Desde luego, nunca había sabido dar lecciones a nadie. Tenía demasiada conciencia de su miseria. Y, sobre todo, era demasiado simple. Sus palabras, sus actitudes, no le venían dictadas del exterior. Vivía profundamente, intensamente. Y esta plenitud de vida y de bondad se desbordaba hacia afuera, sin ninguna premeditación, siguiendo su ritmo propio. Rufino se emocionó un poco por esta acogida. En realidad, estaba mucho más emocionado de lo que dejaba ver. Pero tenía su idea. No quería soltarla. Además, ¿es que no era de Dios? Por tanto, había que seguirla hasta el fin. Se despidió de sus hermanos de una manera bastante brusca, con el rostro sombrío y cerrado. Francisco le miraba alejarse sin decir nada. No le quitaba los ojos, esperando hasta último instante que tuviese una mirada hacia atrás. Si Rufino se hubiera vuelto en ese momento, hubiese visto dos brazos tenderse hacia él. Dos brazos inmensos que no podían apartarse de él, que le acompañaban y le sostenían hasta en su andar perdido. Pero Rufino desapareció, y Francisco se quedó todavía mucho tiempo mirando. Después, los brazos le cayeron, pesados de tristeza. Se había alegrado un instante de haber podido traer a Rufino a sus hermanos. Pero medía ahora lo precaria que era esta conquista. Su hijo le volvía la espalda. Se le escapaba. ¿Por cuánto tiempo todavía? Francisco fue a sentarse al pie de una roca. El cucú cantaba en el bosque. El aire era tibio y dorado. Pero Francisco no veía el sol. No oía el cucú. Tenía frío. Pensaba en el hermano Rufino y en los otros. En todos lo otros. Si uno de los primeros compañeros, como Rufino, podía dejarle tan fácilmente, ¿qué fidelidad se podía esperar de toda esa turba de hermanos que apenas le conocían? La herida de su alma, que Clara había curado, se había abierto otra vez de repente, y sangraba. Quince años de esfuerzos, de vigilancia y de exhortaciones, ¡para llegar a eso! Había trabajado en vano. Era un fracaso, un duro fracaso. No lo sentía como un atentado a su honor personal, sino como una ofensa a Dios. Al honor de Dios. Al día siguiente, Viernes Santo, Francisco quiso pasarlo en la soledad, meditando la Pasión de Jesús. Había escogido para eso un lugar salvaje, cuya austeridad estaba de acuerdo con el gran tema que llenaba su alma. Deseando entrar en los sentimientos del Señor, se puso a decir lentamente el salmo que Jesús había recitado en la cruz. Se paraba en cada verso. Todo el tiempo que era necesario para que la Palabra cayese en el fondo de sí mismo. Ante la Palabra estaba, como siempre, sin defensa. La dejaba llegar a él y pesar sobre él con todo su peso. Pero, al fin, era siempre ella la que todas las veces la había levantado y llevado. Y mientras decía las palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, le cogió como nunca ese sentimiento de abandono expresado por el Señor mismo. Se sintió, de repente, uno con Cristo. Dolorosamente uno. Nunca había comprendido estas palabras como ahora. Ya no le parecían extrañas. Desde hacía meses buscaba el rostro de Dios. Desde hacía meses vivía con la impresión de que Dios se había retirado de él y de su Orden. La agonía del Hijo, sabía un poco lo que era ahora: esta ausencia del Padre, ese sentimiento de fracaso y de un desarrollo fatal y absurdo de acontecimientos en que el hombre y su voluntad de bien quedan barridos, aplastados por un juego de fuerzas inexorables. La Palabra del salmo penetraba en Francisco lentamente. No le arrojaba de sí mismo. No le encerraba en su sufrimiento. Al contrario, le abría al de Cristo por lo más profundo de sí mismo. Le parecía entonces no haber contemplado nunca este sufrimiento más que desde el exterior. Ahora lo veía de dentro. Participaba en él. Lo sufría como una experiencia personal. Hasta la náusea. Esta vez, al menos, era plenamente asimilado a Cristo. Hacía mucho que deseaba imitar al Señor en todo. Desde su conversión se había esforzado en esto sin descanso. Pero, a pesar de todo ese esfuerzo, lo veía bien en este momento, no sabía todavía lo que era exactamente hacerse semejante al Señor. Ni hasta dónde podía llegar eso. ¿Cómo hubiera podido saberlo? El hombre no sabe verdaderamente más que lo que experimenta. Seguir a Cristo con los pies descalzos, vestido con una sola túnica, sin bastón, sin bolsa, sin provisiones era ya algo, desde luego. Pero no era más que un comienzo, un ponerse en camino. Era preciso seguir hasta el fin. Y, como él, dejarse conducir por Dios a través de un abismo de abandono y gustar, en una soledad atroz, la áspera muerte del Hijo del hombre. Ese día de Viernes Santo fue agotador. Francisco lo encontró muy largo. Pero llegó la larde trayendo su paz. Una paz profunda. Como la que cae lentamente sobre los campos cuando se ha terminado el duro trabajo. La tierra está revuelta, rota. No ofrece ya ninguna resistencia. Se extiende abierta y dócil. Y ya el fresco de la tarde la penetra y la llena. Volviendo hacia la ermita, Francisco sentía que poco a poco esta paz lo envolvía y le invadía. Todo estaba consumado. Cristo había muerto, se había entregado a su Padre en un derrumbamiento total. Había aceptado el fracaso. Su vida humana, su honor humano, su misma pena humana, todo eso se había borrado a sus ojos y había cesado de contar.
Ya no quedaba más que esta sola realidad desmesurada: Dios es. Eso solo importaba. Eso solo bastaba: que Dios sea Dios. 
Todo su ser se había curvado ante esta sola realidad. Había adorado al Único. Había muerto en esta aceptación sin reserva. En esta extrema pobreza y en este supremo acoger, y la gloria de Dios le había cogido. Allá, por encima de los montes, el sol bajaba lentamente. Sus rayos venían a golpear los bosques por donde caminaba Francisco. La espesura estaba atravesada por grandes rayas brillantes. Los árboles se bañaban en un polvo de luz. Reinaba una gran calma. Ni un soplo. La hora tenía una majestad serena. - Dios es, eso basta - murmuró Francisco. En un claro, miró el cielo. Estaba sin nubes. Un milano rojo planeaba. Su vuelo tranquilo y solitario parecía decir a la tierra: “Dios solo es Todopoderoso. El es Eterno. Basta que Dios sea Dios.” Francisco sintió que su alma se hacía ligera, potente y ligera a la vez, como un ala. - Dios es, eso basta - repitió. Estas palabras tan simples lo llenaban de una extraña claridad. Tenían para él una resonancia infinita. Francisco escuchó, una voz le llamaba. No era una voz humana. Tenía un acento de misericordia. Le hablaba al corazón. - ¡Pobre hombre pequeño! - decía la voz -. Aprende ya que Yo soy Dios y deja para siempre de turbarte. ¿Porque yo te haya establecido como pastor sobre mis ovejas vas a olvidar que Yo soy el mayoral? Te he escogido a propósito, hombrecillo, para que sea manifiesto a la vista de todos que lo que Yo hago en ti, no sale de tu habilidad, sino de mi Gracia. Soy Yo el que te ha llamado. Soy Yo el que guarda el rebaño y lo apacienta. Yo soy el Señor y el Pastor. Es cosa mía. No te asustes más. - ¡Dios, Dios! - dijo despacito Francisco -. Eres protección. Eres guardián y defensor. Grande y admirable Señor. Tú eres nuestra suficiencia. Amén. Aleluya. Su alma chorreaba de paz y de alegría. Caminaba con un andar alegre. Bailaba más que andaba. Llegó a un sitio en que la mirada podía extenderse muy lejos sobre el campo. Se dominaba las colinas vecinas, y más allá, la llanura que se perdía en el horizonte. Francisco se paró un instante a contemplar el paisaje. Sobre una de las colinas había un rebaño de vacas que volvía. Podía parecer bastante minúsculo todo, los animales y el hombre que caminaba detrás. Seguramente habría también perros alrededor. Pero no se les distinguía bien. Sólo cuando uno de los animales se destacaba demasiado del grupo le volvía a atraer bastante rápidamente como una fuerza invisible. Seguramente el hombre gritaba y los perros ladraban; a esta distancia y a esta altura no se les oía. La escena era muda. Parecía nacida, fundida en la vida silenciosa de la Naturaleza. El ajetreo del hombre encontraba en este conjunto sus justas proporciones, era algo pequeñito. Casi insignificante. - Tú solo eres grande - dijo Francisco. Y volvió a reemprender su camino. El día bajaba. La niebla iba a cubrir los barrancos y las estrellas iban a encenderse en el cielo. Era así, pensaba Francisco, desde el principio. Desde que hubo una tarde. Era la imagen de la permanencia de Dios. Se acercaba a la ermita. León venía a su encuentro.
- Tienes aspecto alegre esta tarde - dijo León.
- Esta tarde dentro de mí está el horizonte claro - respondió Francisco -.

Y una alondra invisible canta perdidamente la victoria del Señor. Una hora más tarde, Francisco estaba arrodillado en la capilla de la ermita. Sintió que alguien le tiraba de la manga. Le miró. El rostro de Rufino se inclinaba hacia él.
- ¡Oh, hermano Rufino! - exclamó Francisco. - Buenas tardes, padre - dijo Rufino con una gran sonrisa -. Tengo que hablar contigo; pero no en seguida, dentro de algunos días, si quieres. - Cuando quieras - le respondió Francisco -. Sabes que estoy siempre. Pero hermano Rufino, ¡parece que hayas vuelto a encontrar la alegría! - Sí, padre, quería decírtelo esta misma tarde, sin esperar más. Lo demás ya te lo diré más adelante. - ¡Alabado sea Dios! - gritó Francisco, levantándose de un salto. Y le abrazó.

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