Cap. IX. No hay que despreciar nada

En la ermita no se le ocultaba a ninguno de los hermanos que Francisco había encontrado ahora la paz. Sin embargo, cada uno de ellos sentía que esta paz no había quitado el sufrimiento del corazón de su padre; sólo lo había transfigurado.  Francisco no daba ya la impresión de un hombre aplastado.

Otra vez su rostro se había abierto e iluminado maravillosamente. Muchas veces durante el día se le oía cantar. Y eso gustaba muchísimo a los hermanos. Pero, para ellos, continuaba siendo un hombre que vuelve de los abismos. Se había adelantado hacia Dios, tan lejos como puede llegar un hombre sin morir. Había luchado con el ángel, solo, en la noche, y había triunfado. Ahora les era devuelto. Pero llevaba la marca misteriosa de esta lucha desigual. La luz que brillaba ahora en su mirada había arrojado de su rostro todos los trazos de sombra, pero no llegaba a borrar en ella la expresión de gravedad donde se leía la profundidad de un alma que Dios mismo ha vaciado para vivir en ella más a gusto. Francisco había vuelto a sus oraciones solitarias. En los senderos, bajo los pinos, la luz viva de la primavera se atenuaba y se hacía extremadamente dulce. Le gustaba ir allí a recogerse y rezar. No decía nada o casi nada. Su oración no estaba hecha de fórmulas. Escuchaba, sobre todo. Se contentaba con estar y prestar atención. Se diría que estaba al acecho, como un cazador. Vivía así largas horas de espera, atento al menos movimiento de los seres y de las cosas que le rodeaban, presto a descubrir la señal de una presencia. El canto de un pájaro, el ruido de las hojas, las acrobacias de una ardilla, y hasta el lento y silencioso brotar de la vida, ¿no iba a hablar todo eso un lenguaje misterioso y divino? Era preciso saber escuchar y comprender, sin rechazar nada, sin turbar nada, humildemente y con el mayor respeto, haciendo silencio en sí mismo. A través de los pinos, el viento soplaba despacito. Murmurando una hermosa canción. Y Francisco escuchaba al viento que le hablaba. El viento se había hecho su gran amigo. ¿No era él también peregrino y extranjero en este mundo, sin techo, siempre errante y borrándose? Pobre entre los pobres, llevaba en su desnudez las ricas semillas de la creación. No guardaba nada para él. Sembraba y pasaba. Sin inquietarse en dónde podía caer, sin saber nada del fruto de su trabajo. Se contentaba con sembrar, y lo hacía con prodigalidad. No atado a nada, era libre como el espacio inmenso. Soplaba donde quería a imagen del espíritu del Señor, como dice la Escritura. Y mientras que Francisco escuchaba el canto del viento, sentía crecer en él el deseo de participar en el espíritu del Señor y en su santa actividad. Y ese deseo, a medida que le invadía, le llenaba de una paz inmensa. Todas las aspiraciones de su alma se calmaban al hacerse este supremo deseo. Una tarde al volver de pedir, el hermano Silvestre contó a Francisco que en una granja, por donde había pasado, se había parado a consolar a una pobre madre cuyo niño estaba gravemente enfermo. El niño no guardaba ningún alimento. Vomitaba casi todo lo que tomaba y adelgazaba de una manera inquietante. La madre veía a su pequeñito deshacerse  de día en día sin poder hacer nada para salvarle. Y era para ella desgarrador. Hacía dos años había perdido un niño en condiciones semejantes. Estaba hundida y lloraba. Daba pena verla. - Iré a ver a esa pobre mujer - dijo simplemente Francisco. Y por la mañana tempranito partió sólo a través de los bosques y el campo. La pequeña granja formaba parte de un caserío. Se la distinguía muy bien. Un techo bajo, con alas de paja, “la más pobre y la más miserable”, había dicho el hermano Silvestre. En el patiecito, lleno de sol, un perro famélico recibió a Francisco; llegó hacia él ladrando y no hubo tregua hasta que no le puso su mano debajo del hocico húmedo. La puerta de la masía estaba abierta. Francisco pasó el umbral diciendo su saludo habitual, el que el Señor le había enseñado: “Paz a esta casa”.
De la oscuridad salió una figura de mujer y se acercó a la entrada. En cuanto pudo verle los rasgos de la cara, Francisco reconoció en seguida que era la madre del niño enfermo. Su aspecto, todavía joven , pero desolado y cansado, no dejaba ningún lugar a duda.
- Me ha dicho el hermano Silvestre que tenía usted un niño enfermo, y he venido a verle.
- Usted es el hermano Francisco, sin duda - dijo la mujer, cuyo rostro se había serenado de repente . El hermano Silvestre me ha hablado de usted. Qué bien que haya venido, hermano. Entre, entre.
Y, sin más, le llevó al otro extremo del cuarto, junto a la cama de su niño. El pequeñito tenía los ojos abiertos, pero la cara, de color de cera, no tenía ninguna expresión de vida. Francisco se inclinó ante él maternalmente y empezó a hacer gestos para hacerle sonreír. Pero el niño no sonrió. Sus ojos grandes, profundamente hundidos en su órbita, estaban ojerosos.
- ¿Dios me lo va a llevar también a él? - preguntó dolorosamente la mujer -. Sería el segundo en dos años. ¡Oh!, no puede ser, hermano.
Francisco callaba. El dolor de esta madre no le era ajeno. La comprendía mejor que nadie, porque él mismo, desde hacía meses, sufría un dolor idéntico. El también sabía lo que era perder los hijos y verlos morir día a día. La pena de esta mujer le conmovía y le dolía profundamente. - Pobre madre - dijo después de unos momento de silencio -; es preciso, sobre todo, no perder la confianza. Se puede perder todo, menos la confianza. No decía eso sólo con los labios, sin creer en ello demasiado, sólo porque hiciera falta decir algo. Acababa de expresar en ello lo más profundo de su ser. Y la mujer lo sintió del todo. Se le habían dicho ya, sin duda, palabras semejantes, pero no de esta manera. Nunca le habían impresionado como esta vez. Ahora las palabras brotaban de una profundidad distinta. Era preciso haber sufrido  mucho uno mismo, y quizá haberlo perdido todo, para hablar con ese acento de sinceridad y también con esta seriedad. Era preciso haber ido más allá de la desesperación y haber encontrado la tierra firme, la realidad profunda que no engaña. Junto a la cuna, había una ventana que daba al jardín de detrás de la casa. Se veía sentado a la sombra de un manzano lleno de flores, el abuelo que tenía en las rodillas a un chiquillo y le contaba un cuento. Y por la hierba había una niña jugando con un gato negro.
- ¿Son los dos mayores, con el abuelo? - preguntó dulcemente Francisco, mirando por la ventana. - Sí, son los dos primeros - respondió la madre. - Parece que están muy bien - dijo Francisco. - Sí - dijo ella con un gesto -; están muy bien, no tengo demasiado de qué quejarme, gracias a Dios. - Sí, gracias a Dios - repitió Francisco -. Tiene usted razón de dar gracias al Señor por ello. - Sí, es verdad -dijo la mujer -. Pero aunque tuviese diez como éstos, con buena salud y vivos, no reemplazarían nunca todos juntos al que he perdido ya. A un hijo no se le reemplaza. Es siempre un ser único. Y cuando uno de ellos acaba de desaparecer, todos los otros reunidos, por muy numerosos que sean, no logran llenar el vacío. Y cuando más ha sufrido una madre por su niño, más le quiere. Hubo un momento de silencio. En las pajas del techo andaba un ratoncito con su paso menudo. Afuera, en el jardín, el abuelo seguía su cuento. Sin duda, había llegado al momento más impresionante de la historia. Su voz se hacía más grave, más misteriosa. Y su cara tenía una expresión dramática. La niña había dejado al gato, se había acercado al abuelo y le pedía con una voz cariñosa: - Empiece, abuelito, empiece, yo no he oído el principio. - Deja contar al abuelo - decía su hermano, empujándola con el brazo. Y el abuelo, como si no oyera, continuaba su historia con toda la calma. En la cuna, el pequeñito había cerrado los párpados. Francisco levantó la mano y lo bendijo. Después se retiró despacito. - Vamos de dejarle dormir - le dijo a la madre -, volveré pronto a verle. - Mi marido está en el campo - dijo la mujer -. No volverá hasta la noche. Pero venga a saludar al abuelo antes de irse. - No, déjele, por favor - dijo Francisco -. No hay que molestarlo ahora. Estropearíamos la fiesta de los niños. Tienen necesidad de que su abuelo les cuente historias. Una niñez sin cuentos es una mañana sin sol, o una planta joven sin raíces. Yo me acuerdo siempre de las historias que nos contaba nuestra madre cuando éramos pequeños. Mi madre era de origen provenzal, conocía bien las leyendas del país de Francia. Y en el invierno, por las noches, antes de irnos a dormir, nos apretábamos contra ella y, con una alegría mezclada a veces de miedo, la escuchábamos contando las maravillosas historias de la selva de Brocelandia, donde vivía el encantador Merlín y el hada Viviana; y otras veces del emperador Carlos de la barba florida y de sus intrépidos caballeros Roldán y Oliveros. Y nos imaginábamos ese bello y dulce país en donde cabalgaba el emperador Carlos, escoltado por sus paladines. Todos esos recuerdos me han quedado. Siento que hacen parte de mí, y a veces les oigo cantar dentro. Dios habla también por estas voces humildes de la tierra. No hay que despreciarlas; no hay que despreciar nada. Ni siquiera a las hadas, también son hijas de Dios. La mujer escuchaba con la mirada fija en el rostro a la vez grave y muy dulce, que le hablaba. Una cosa la impresionaba  sobre todo: era la inmensa bondad que se transparentaba en las palabras de Francisco, y que irradiaba de todo su ser y se extendía a todas las cosas. Mientras que le miraba y le escuchaba, el mundo tomaba para ella otro sentido y otra densidad; se le hacía vasto y profundo; le parecía lleno de una armonía escondida. Nada era exagerado, todo se sostenía y se enraizaba en una misma bondad original. Se podía uno fiar, Dios estaba presente por todas partes en él. Hasta en los cuentos y las historias maravillosas de las hadas. - Bueno, tiene que volver a vernos otra tarde - dijo la mujer. - Será pronto - respondió Francisco -. Adiós.
Y se marchó por los bosques y campos. Llevaba ahora en su corazón el dolor de esta madre. Al volver a la ermita se entretuvo mucho tiempo rezando, mientras que caía la noche, como siempre, pero esta tarde su pensamiento iba hacia la pobre gente que había visitado. Pedía al Señor que no les quitara su pobreza, sino que les diera la alegría con la pobreza; porque donde hay pobreza con alegría no hay avidez ni avaricia. Veía  a la pobre mujer tan cansada, tan sin fuerza, que esperaba manifiestamente una ayuda de El. Y pensaba también en todas las otras madres tan cansadas y desoladas. El sufrimiento de este mundo le pareció inmenso y sin fondo, como la noche.  

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