La oración de Francisco, a imagen de su vida, no es sino una sola aventura: la del Amor dado, recibido, intercambiado.
Su oración, como su vida, es una búsqueda incansable, amorosa, de las huellas de Jesús.
Después de tres años de convivir con los pobres y los leprosos, escucho y descubrió esta verdad ante el Crucifijo de san Damián; allí se encontró de frente a la inmensidad de un Amor que presenta como signo a un Hombre Crucificado por Amor: Brazos ampliamente abiertos. Ojos que te sondean el corazón con una bondad sin límites y desarmada. Ojos que son una interrogación dolorosa.
Su rostro es todo él una llamada silenciosa; es un rostro que le habla. Dios dice todo cuando se calla para morir.
Francisco verifica en seguida que Dios es rostro, que Dios ha tomado nuestros ojos para mirar a nuestra tierra, que Dios ha tomado nuestra boca para decir palabras humanas
Dios ha tomado rostro de hombre
a fin de que el hombre descubra en él su rostro de eternidad.
Francisco toma conciencia
de repente de que Dios es un Amor Crucificado. Desde este momento, las llagas
de Jesús, heridas de amor, jamás podrán cicatrizarse en su corazón.
“Desde entonces se le clava en el
alma santa la compasión por el Crucificado, y, como puede creerse piadosamente,
se le imprimen profundamente en corazón, bien que no todavía en la carne, las
venerandas llagas de la pasión.” (2Cel 10)
Desde ahora, la oración
de Francisco será esencialmente contemplación cotidiana de Jesús; este rostro
Bien-Amado obsesionará su memoria y su corazón.
El Amor de Dios
-Condenado, Despreciado, Flagelado- Crucificado- junto a la humildad del Dios – Niño – de Belén; serán
las dos etapas extremas de la encarnación de Cristo que ocuparán siempre la
oración de Francisco.
Dios es ahora
“fragilidad y debilidad”. Se puede uno reconocer en él.
¿Cuál es, frente a esta realidad divina,
la actitud del hombre de fe
desde el humilde molde de su insignificancia?
NO puede ser sino TERNURA y COMPASIÓN.
APERTURA y DISPONIBILIDAD.
POBREZA y SERVICIO.
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