Cap. III. La última estrella

     
Algún tiempo después llegó a la ermita el hermano Angel. Su llegada era completamente inesperada. El hermano explicó que venía de parte de la hermana Clara a pedir a Francisco que fuera, por favor, a verla. Tenía, decía ella, una necesidad grandísima. Clara se había guardado bien de precisar más. 

En realidad, si en este momento deseaba tanto volver a ver a Francisco, era porque, desde el fondo de su monasterio de San Damián, veía lo que pasaba en el alma del Padre. Le habían dicho que se había retirado a la montaña para descansar. Pero ella tardó muy poco en comprender que se trataba de una cosa bien distinta. Conocía los sentimientos de Francisco y las preocupaciones tan grandes que le causaban una fracción importante de la comunidad de hermanos. Algo en ella le había advertido que el corazón de Francisco estaba profundamente triste. Cuando Francisco oyó proununciar el nombre de Clara, sus ojos se iluminaron de repente. Pero se apagaron casi enseguida, como un relámpago en la noche. Acababa de evocar en ese instante los días más bellos de su vida. El nombre de Clara estaba asociado en su espíritu a un tiempo gozoso, luminoso, cuando ningún equívoco empañaba todavía el brillo del ideal evangélico que el Señor mismo le había revelado. Mejor que nadie, Clara había percibido el esplendor oculto de esta forma de vida y se había dejado irradiar. Lo que había venido a buscar todavía adolescente junto a Francisco, ella que descendía de la noble familia de los Offrenduzzi, era realmente la pura simplicidad del Evangelio. Francisco, entonces, la había consagrado al Señor. Y Clara había permanecido fiel a la santa pobreza. 

- ¡Bendito sea el Señor por nuestra hermana Clara! - exclamó Francisco al oír al hermano Angel. 
Pero tuvo en seguida deseo de añadir: “Malditos sean los que desbaratan y destruyen lo que Tú, Señor, has edificado y no dejas de edificar por los santos hermanos de esta Orden.” Pero se calló. A quienes se refería no estaban allí para escucharle. Y además le hacía demasiado daño el maldecir. Se contentó con decir al hermano Angel: 
- Vuelve a nuestra hermana Clara y dile que en este momento no estoy en estado de ir a verla, que, por favor, me disculpe. Que la bendigo tanto y más de lo que puedo. Pero, algunos días más tarde, Francisco sintió como una pena. Y para mostrar a Clara que no la olvidaba y que era sensible a su gesto, le mandó al hermano León. 
Cuando Clara vio venir al hermano León se apresuró a preguntarle: - ¿Cómo está nuestro padre? - Nuestro padre - respondió León - sigue sufriendo mucho de los ojos y también del estómago y del hígado. Pero la que está enferma, sobre todo, es su alma. Y calló un instante. Después continuó: - Nuestro padre ha perdido la alegría, toda la alegría. Nos dice él mismo que su alma está amarga. ¡Ah!, si los que traicionan su ideal supieran el daño que  le hacen... Ponen su vida misma en peligro. 

Sí, nuestro padre está en peligro - dijo Clara-. 
Pero la mano de Dios no lo ha dejado. Es ella la que le conduce. Seguramente, Dios quiere purificarlo como el oro en el crisol. Y nos lo devolverá más resplandeciente que el sol, no lo dudo. El amanecer de Dios en su alma es más cierto que el de la aurora sobre la tierra. 

Pero nosotros tenemos que rodearle y sostenerle en esta prueba terrible, para que la amargura no eche raíces en su corazón. 
No basta que el grano germine y dé fruto. 
Es preciso velar para que el fruto no sea amargo. La amargura estropea toda madurez. Ese es el gusano roedor. Ahí está el peligro, hermano León. Yo creo que si nuestro padre pudiera venir aquí a pasar unos días le harían mucho bien. Haz todo lo posible para decidirle a salir de su soledad. 

De vuelta a la ermita, el hermano León fue inmediatamente a ver a Francisco. Lo encontró sentado junto al oratorio y le hizo saber con mucha insistencia la petición de Clara.  
- Nuestra hermana Clara reza por mí, y es lo esencial - le respondió dulcemente Francisco-. No tiene necesidad de ver mi rostro en este momento. No vería en él más que sombras y tristeza. 
- Sí, padre - respondió León-. Pero ella podría quizá volver a traer un poquito de claridad. 
- Lo contrario es lo que hay que temer - replicó Francisco-. Tengo miedo de echar turbación y oscuridad en su alma. ¡Tú no sabes, León, qué pensamientos me agitan! Algunas veces me obsesiona la idea de que hubiese hecho mejor quedándome en el comercio de mi padre, haberme casado y haber tenido niños, como todo el mundo. Y una voz me repite incansablemente que no es tarde todavía para hacerlo. ¿Crees que puedo ir a nuestra hermana Clara con tales ideas en la cabeza? 
- Son ideas en el aire - dijo León -. Que trotan en tu cabeza. Pero no tienen ningún poder sobre ti. No eres capaz de ser conmovido y arrastrado por tales ideas.
 - Pues bien: desengáñate - aseguró Francisco-. Soy capaz. Puedo muy bien todavía tener hijos e
hijas.
- ¿Qué dices, padre? - exclamó León. 
- Nada más que la verdad - dijo Francisco-. ¿Por qué extrañarse? 
- Porque te tengo por un santo- respondió León. 
- Sólo Dios es santo - replicó vivamente Francisco-. Y yo no soy más que un pecador. ¿Lo oyes, hermano León? Un vil pecador. Sólo me queda una cosa en mi noche: es la inmensa piedad de mi Dios.  No, yo no puedo dudar de la inmensa piedad de mi Dios. Pide solamente, hermano León, para que en mis tinieblas no se apague a mis ojos esta última estrella. 
Francisco se calló. Al cabo de un momento se levantó y se hundió solo en el bosque. León le seguía con los ojos. Francisco sollozaba.  

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