En realidad, si en este momento deseaba tanto volver a ver a Francisco,
era porque, desde el fondo de su monasterio de San Damián, veía lo que pasaba
en el alma del Padre. Le habían dicho que se había retirado a la montaña para
descansar. Pero ella tardó muy poco en comprender que se trataba de una cosa
bien distinta. Conocía los sentimientos de Francisco y las preocupaciones tan
grandes que le causaban una fracción importante de la comunidad de hermanos. Algo
en ella le había advertido que el corazón de Francisco estaba profundamente
triste. Cuando Francisco oyó proununciar el nombre de Clara, sus ojos se
iluminaron de repente. Pero se apagaron casi enseguida, como un relámpago en la
noche. Acababa de evocar en ese instante los días más bellos de su vida. El
nombre de Clara estaba asociado en su espíritu a un tiempo gozoso, luminoso,
cuando ningún equívoco empañaba todavía el brillo del ideal evangélico que el
Señor mismo le había revelado. Mejor que nadie, Clara había percibido el
esplendor oculto de esta forma de vida y se había dejado irradiar. Lo que había
venido a buscar todavía adolescente junto a Francisco, ella que descendía de la
noble familia de los Offrenduzzi, era realmente la pura simplicidad del Evangelio.
Francisco, entonces, la había consagrado al Señor. Y Clara había permanecido
fiel a la santa pobreza.
- ¡Bendito sea el Señor por nuestra hermana Clara! -
exclamó Francisco al oír al hermano Angel.
Pero tuvo en seguida deseo de
añadir: “Malditos sean los que desbaratan y destruyen lo que Tú, Señor, has
edificado y no dejas de edificar por los santos hermanos de esta Orden.” Pero
se calló. A quienes se refería no estaban allí para escucharle. Y además le
hacía demasiado daño el maldecir. Se contentó con decir al hermano Angel:
-
Vuelve a nuestra hermana Clara y dile que en este momento no estoy en estado de
ir a verla, que, por favor, me disculpe. Que la bendigo tanto y más de lo que
puedo. Pero, algunos días más tarde, Francisco sintió como una pena. Y para
mostrar a Clara que no la olvidaba y que era sensible a su gesto, le mandó al
hermano León.
Cuando Clara vio venir al hermano León se apresuró a preguntarle:
- ¿Cómo está nuestro padre? - Nuestro padre - respondió León - sigue sufriendo
mucho de los ojos y también del estómago y del hígado. Pero la que está
enferma, sobre todo, es su alma. Y calló un instante. Después continuó: -
Nuestro padre ha perdido la alegría, toda la alegría. Nos dice él mismo que su
alma está amarga. ¡Ah!, si los que traicionan su ideal supieran el daño
que le hacen... Ponen su vida misma en
peligro.
Pero la mano de
Dios no lo ha dejado. Es ella la que le conduce. Seguramente, Dios quiere
purificarlo como el oro en el crisol. Y nos lo devolverá más resplandeciente
que el sol, no lo dudo. El amanecer de Dios en su alma es más cierto que el de
la aurora sobre la tierra.
Pero nosotros tenemos que rodearle y sostenerle en
esta prueba terrible, para que la amargura no eche raíces en su corazón.
No
basta que el grano germine y dé fruto.
Es preciso velar para que el fruto no
sea amargo. La amargura estropea toda madurez. Ese es el gusano roedor. Ahí
está el peligro, hermano León. Yo creo que si nuestro padre pudiera venir aquí
a pasar unos días le harían mucho bien. Haz todo lo posible para decidirle a
salir de su soledad.
De vuelta a la ermita, el hermano León fue inmediatamente
a ver a Francisco. Lo encontró sentado junto al oratorio y le hizo saber con
mucha insistencia la petición de Clara.
- Nuestra hermana Clara reza por mí, y es lo esencial - le respondió
dulcemente Francisco-. No tiene necesidad de ver mi rostro en este momento. No
vería en él más que sombras y tristeza.
- Sí, padre - respondió León-. Pero
ella podría quizá volver a traer un poquito de claridad.
- Lo contrario es lo
que hay que temer - replicó Francisco-. Tengo miedo de echar turbación y
oscuridad en su alma. ¡Tú no sabes, León, qué pensamientos me agitan! Algunas
veces me obsesiona la idea de que hubiese hecho mejor quedándome en el comercio
de mi padre, haberme casado y haber tenido niños, como todo el mundo. Y una voz
me repite incansablemente que no es tarde todavía para hacerlo. ¿Crees que
puedo ir a nuestra hermana Clara con tales ideas en la cabeza?
- Son ideas en
el aire - dijo León -. Que trotan en tu cabeza. Pero no tienen ningún poder
sobre ti. No eres capaz de ser conmovido y arrastrado por tales ideas.
- Pues bien: desengáñate - aseguró Francisco-. Soy capaz.
Puedo muy bien todavía tener hijos e
hijas.
- ¿Qué dices, padre? - exclamó León.
- Nada más que la verdad
- dijo Francisco-. ¿Por qué extrañarse?
- Porque te tengo por un santo-
respondió León.
- Sólo Dios es santo - replicó vivamente Francisco-. Y yo no
soy más que un pecador. ¿Lo oyes, hermano León? Un vil pecador. Sólo me queda
una cosa en mi noche: es la inmensa piedad de mi Dios. No, yo no puedo dudar de
la inmensa piedad de mi Dios. Pide solamente, hermano León, para que en mis
tinieblas no se apague a mis ojos esta última estrella.
Francisco se calló. Al
cabo de un momento se levantó y se hundió solo en el bosque. León le seguía con
los ojos. Francisco sollozaba.
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