Cap. VIII. Si supiéramos adorar

En la ermita se celebró la Pascua con muchísima alegría. El hermano Rufino había encontrado otra vez el camino de la comunidad. Se le veía alegre como nunca. Buscaba todas las ocasiones de hacer un servicio. Por la mañana era él el que bajaba primero a la fuente a coger el agua para todo el día. Ayudaba en la cocina y en todos los trabajos. Se propuso hasta ir a pedir, lo que por su parte era una cosa verdaderamente extraordinaria. Parecía como un hombre transformado. La atmósfera de la pequeña comunidad se encontraba felicísimamente dilatada.
El miércoles de Pascua el hermano Rufino cogió al hermano Francisco aparte y se puso a hablar con él con el corazón abierto.
- Te vengo a ver, padre, como ya te había dicho. Acabo de salir de un mal paso. Ahora ya va todo mucho mejor, pero me doy cuenta de que he estado a punto de perder completamente el sentido de mi vocación.
- Cuéntame lo que te ha pasado - le pidió Francisco. Rufino se calló un instante. Suspiró como el que tiene demasiadas cosas que decir y no sabe por dónde comenzar. Los dos hermanos caminaban tranquilamente bajo los pinos, no lejos de la ermita. Avanzaban sin ruido, sobre una gruesa alfombra de agujas secas. Hacía buen tiempo. Flotaba en el aire olor a resina.
- Sentémonos aquí - dijo Francisco -. Será más fácil para hablar. Se sentaron en el suelo.
Entonces Rufino empezó a decir: “Cuando vine a pedirte que me admitieras entre tus hermanos, hace ya doce años, me empujaba el deseo de vivir según el santo Evangelio, tal como te lo veía practicar a ti. Entonces yo era muy sincero. Quería verdaderamente seguir el Evangelio. Mis primeros años en la fraternidad se pasaron sin demasiadas dificultades. Me lanzaba con entusiasmo a hacer todo lo que me parecía propio de esta nueva vida. “Pero en el fondo de mí mismo era llevado, sin saberlo, por una mentalidad que no era evangélica. Sabes en qué ambiente he crecido. Yo era de familia noble. Por mi sensibilidad, y por mi educación, y por todas las fibras vivas de mi ser, yo pertenecía a este ambiente noble. Sentía que juzgaba según este medio, según los valores que son habitualmente honrados en él. Al venir a ti y al adoptar tu género de vida, extremadamente humilde y pobre, pensaba haber renunciado completamente a estos valores, creía verdaderamente haberme perdido para el Señor. “Era verdad, pero sólo en la superficie. Había cambiado de género de vida y de ocupaciones, y para mí el cambio era grande; pero, en lo más profundo de mí mismo, sin darme cuneta, me había quedado con una gran parte de mi alma, la más importante. Conservaba mi antigua mentalidad, la de mi ambiente. Sentía juzgando a la gente y a las cosas según lo que había visto hacer en mi casa, en mi familia. En el castillo de mi padre el recibir a la gente en la puerta, trabajar en la cocina o en los otros oficios, era quehacer de domésticos y de criados. Al hacerme fraile menor juzgaba igualmente que hacer el oficio de portero o de cocinero, como ir a pedir o cuidar de leprosos, era rebajarse a una condición inferior. A pesar de esto, aceptaba de buena gana estos oficios. Para humillarme precisamente. Me había puesto como punto de honor abajarme de este modo.  Pensaba que en eso consistía la humildad evangélica. Había entrado en la Orden con este espíritu. “Pasaron los años. Como no tenía aptitud para la predicación, me he visto obligado muchas veces a cumplir estos encargos, que juzgaba inferiores y viles. Puesto que era mi deber, me obligaba a ello. Me humillaba por deber y verdaderamente yo me sentía humillado por ello. “Llegó lo que tenía que llegar. Terminé, naturalmente, por pensar que los otros hermanos, los que iban a predicar, me tomaban por su criado. Ese sentimiento no hizo más que crecer cuando los hermanos más jóvenes que yo, y que habían salido de un ambiente completamente modesto, entraron en la Orden y fueron también ellos a predicar, dejándome al cuidado de lo material de la comunidad. Si uno de ellos me hacía una advertencia o simplemente expresaba un deseo, yo me turbaba y me irritaba. No decía nada, pero hervía interiormente. Después, de un golpe, me calmaba y volvía a empezar. Me humillaba un poco más, siempre por deber. “Así, lo hacía todo por deber. Creía que era eso la vida religiosa, pero yo me estaba esforzando en meterme en un vestido mal cortado sin poder parar dentro. En cuanto podía me liberaba. Mi vida, mi verdadera vida, estaba en otra parte. Estaba allí donde yo me encontraba a mí mismo. Cada día, en efecto, no tenía más que una prisa: terminar con estos viles empleos para refugiarme en la soledad. Allí me sentía de nuevo señor de mí mismo y revivía. Después, el deber me volvía a coger. Me obligaba otra vez a ser el doméstico de mis hermanos. “Pero uno se agota con este régimen. Parece mentira cómo puede uno llegar a tanto. Todo lo que hacía por deber lo hacía sin corazón, como un forzado que arrastra su cadena. Perdía el apetito y el sueño, empezaba ya el día cansado y en seguida empecé a tomar manía a todos los hermanos. Veía en cada uno de ellos un señor, del cual era yo esclavo. Me sentía despreciado. Eso me revolvía, ya no podía soportar a nadie, terminé por estar furioso interiormente contra todo el mundo. Entonces, en mi candidez, creí muy sinceramente que el Señor me quería todo para Él en una soledad completa. Fue entonces cuando te pedí permiso para retirarme a esta ermita. Después, aquí mismo fue la crisis terrible que tú sabes.” Hasta aquí había llegado.
- Todo lo que me dices no me extraña - le dijo entonces dulcemente Francisco -. Acuérdate del día en que te envié a predicar, a pesar de que no querías. Quería hacerte salir de ti mismo, de ese aislamiento en que sentía que te estabas encerrando.
- Sí, padre, me acuerdo. Pero entonces no podía comprender. Es extraño como ahora todo se hace claro para mí - contestó Rufino.
- El Señor ha tenido piedad de ti - dijo Francisco -. Y es así como tiene piedad de cada uno de nosotros. A su hora. En el momento que nosotros lo esperamos menos. Experimentamos entonces su misericordia. Se hace conocer de nosotros de esta manera. Como la lluvia tardía que hace posar el polvo del camino.
- Es verdad - dijo Rufino -. Tengo la impresión de comenzar una nueva existencia.
- Pero ¿cómo te ha abierto los ojos el Señor? - preguntó Francisco.
- El Jueves Santo, mientras que almorzábamos juntos - respondió Rufino -, un hermano recordó incidentalmente una de tus palabras: “Si una madre alimenta y cuida a sus hijos según la carne, con cuánta más razón tenemos nosotros que alimentar y cuidar a nuestros hermanos según el espíritu.” Yo te había oído decir eso muchas veces, pero sin prestar atención y, a decir verdad, sin comprender. Esta vez las palabras tuvieron sentido para mí. Me quedé impresionado y, de vuelta a la celda, las medité largamente. “- En una familia en donde no hay criados, las cosas se hacen con naturalidad; es la madre la que hace la comida, sirve la mesa, limpia la casa y se molesta por todos a todas horas. Lo encuentro normal. No se siente herida por eso. No tiene la impresión de abajarse a un rango inferior. No se cree la criada. Ama a sus hijos y a su marido. De ahí su impulso y su fuerza para servirles. Llega a estar cansada, cansadísima incluso, pero no disgustada. Y yo pensaba en esas familias de condición modesta que yo había tenido ocasión de conocer muy de cerca y en que la madre, a pesar de todas las dificultades de su tarea, rebosa de paz y de felicidad en medio de su cansancio. “- Vi claramente entonces que andaba por un camino equivocado. Que me guiaba por una mentalidad que no era evangélica. De ahí mi resentimiento. Pensaba que había dejado el mundo porque había cambiado de ocupación. Me había olvidado de cambiar el alma. Ese instante fue para mí un cambio completo de perspectiva. Y no esperé más para aprovechar la luz que se me daba. En seguida corrí a ponerme al servicio de mis hermanos. Y desde entonces la luz no ha hecho más que crecer en mí y la paz también. Ahora me siento libre y ligero como un pájaro escapado de la jaula.
- Puedes dar gracias al Señor - dijo Francisco -. Lo que acabas de vivir es una experiencia muy útil. Ahora sabes lo que es un Hermano Menor: un pobre, según el Evangelio; un hombre que, libremente, ha renunciado a ejercer todo poder, toda clase de dominio sobre los otros, y que, sin embargo, no es conducido por un alma de esclavo, sino por el Espíritu más noble que hay, el del Señor. Esta vía es difícil. Pocos la encuentran. Es una gracia, una gracia grandísima que el Señor te ha hecho. “- No son sólo los amos de este mundo los que son conducidos por la voluntad de poder y de dominación. Los servidores lo son también porque no aceptan libremente su condición de servidores. Esta condición es entonces un yugo pesado que aplasta al hombre y le hace sudar resentimiento. Ese yugo no es, desde luego, el del Señor. “- Ser pobre, según el Evangelio, no es solamente obligarse a hacer lo que hace el último, el esclavo; es hacerlo con el alma y el espíritu del Señor. Eso lo cambia todo. Donde quiera que está el espíritu del Señor, el corazón no está amargo. No hay sitio para el resentimiento.

Cuando estaba todavía en el mundo, consideraba como la última de las cosas ir a cuidar a los leprosos. Pero el Señor ha tenido piedad de mí. Me condujo El mismo a ellos, y yo les compartía misericordia. Y cuando volvía a ellos, lo que me parecía en otro tiempo amargo se había cambiado para mí en dulzura para el alma y para el cuerpo.  El espíritu del Señor no es un espíritu de amargura, sino de dulzura y alegría.”

- Esta experiencia que acabo de pasar me ha enseñado - dijo Rufino - qué fácil es hacerse ilusión sobre uno mismo. Y cómo se puede, sin enrojecer, tomar por inspiración del Señor lo que no es más que un impulso de nuestra naturaleza.
- Sí, la ilusión es muy fácil - dijo Francisco -. Por eso es tan frecuente. Hay, sin embargo, una señal que permite desenmascararla con toda seguridad.
- ¿Cuál? - preguntó Rufino.
- La turbación del alma - respondió Francisco -. Cuando un agua se pone turbia, es claro que no es muy pura. Pasa lo mismo en el hombre. Un hombre a quien invade la turbación deja ver que la fuente de inspiración de sus actos no es pura, está mezclada. Ese hombre está empujado por algo distinto del espíritu del Señor. Mientras que un hombre tiene todo lo que desea, no puede saber si es verdaderamente el espíritu de Dios el que le conduce. Es tan fácil elevar sus vicios a la altura de virtudes, y buscarse a sí mismo bajo apariencia de fines nobles y desinteresados. Y eso con la mayor inconsciencia. Pero cuando llega la ocasión en que el hombre que así se miente a sí mismo se ve contradecido y contrariado, entonces cae la máscara. Se turba y se irrita. Detrás del hombre “espiritual”, que no era más que un personaje prestado, aparece el hombre “carnal”. Vivo, con todas sus uñas, defendiéndose. Esa turbación y esa agresividad revelan que el hombre es llevado por otros fondos que los del espíritu del Señor.

Sonó la campana de la ermita. Era la hora del Oficio. Francisco y Rufino se levantaron y se dirigieron hacia la capilla. Iban allí tranquilamente, como hombres libres. De repente, Francisco cogió el brazo de Rufino y lo paró.
- Escucha, hermano, es preciso que te diga una cosa.  Se calló un momento con la mirada baja hacia el suelo. Parecía dudar. Después, mirando a Rufino bien a la cara, le dijo gravemente.
- Con la ayuda del Señor, has vencido tu voluntad de dominio y de prestigio. Pero no sólo una vez, sino diez, veinte, cien veces tendrás que vencerla.
- Me das miedo, padre - dijo Rufino -. No me siento hecho para sostener una lucha así.
 - No llegarás a ello luchando, sino adorando - replicó dulcemente Francisco -. El hombre que adora a Dios reconoce que no hay otro Todopoderoso más que El solo. Lo reconoce y lo acepta. Profundamente, cordialmente. Se goza en que Dios sea Dios. Dios es, eso le basta. Y eso le hace libre. ¿Comprendes?
- Sí, padre, comprendo - respondió Rufino.
Habían vuelto a caminar mientras hablaban. Estaba ya a unos pasos del oratorio.

-
Si supiéramos adorar - dijo entonces Francisco -, 

nada podría verdaderamente turbarnos:

atravesaríamos el mundo 

con la tranquilidad de los grandes ríos.  


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