Cap. IV. El gemido de un pobre

Algunos días más tarde, después de haber estado rezando en el bosque, según su costumbre, Francisco encontró en la ermita un hermano joven que le esperaba. Era un hermano lego, venido expresamente para pedirle un permiso. A este hermano le gustaban mucho los libros, y quería que el padre le permitiera tener algunos. Especialmente deseaba poseer algún salterio. Su piedad ganaría, explicaba él, si podía disponer libremente de estos libros. Tenía ya el permiso de su ministro, pero le gustaría tanto obtener el de Francisco... Francisco escuchaba al hermano exponer su demanda. Veía mucho más lejos de lo que él decía. Las palabras del hermano resonaban en sus oídos como un eco. Le parecía oír las palabras de algunos ministros de su Orden deslumbrados por el prestigio de los libros y de la ciencia. ¿No le había pedido uno de ellos hacía poco permiso para guardar para su uso toda una colección de libros magníficos y vistosos? Bajo pretexto de piedad se estaba, pues, a punto de desviar a los hermanos de la humildad y simplicidad de su vocación. Pero no bastaba eso. Los innovadores quería que él, Francisco, diera su aprobación. La autorización que diese a este hermanito sería evidentemente explotada por los ministros. Verdaderamente, era demasiado. Francisco sintió que le subía una cólera violenta. Pero se tensó y se contuvo. Hubiera querido estar a mil leguas de allí, lejos de la mirada de este hermano que esperaba y espiaba sus reacciones.
De repente le asaltó una idea. - ¿Quieres un salterio? - gritó-. Espera, voy a buscarte uno.
Saltó hacia la cocina de la ermita, entró dentro, metió la mano en el hogar apagado y cogió un puñado de ceniza y volvió corriendo al hermano.
- Aquí tienes un salterio - dijo.
Y, al decirlo, le frotó la cabeza con la ceniza. El hermano no esperaba eso. Sorprendido y confuso, no sabía qué pensar ni qué decir. Manifiestamente, no comprendía nada. Se quedó allí con la cabeza baja, silencioso. Francisco mismo, una vez pasada su primera reacción, se encontró desarmado ante este silencio. Acababa de hablarle en un lenguaje rudo, demasiado rudo, seguramente. Hubiera querido ahora explicarle por qué había obrado así, decirle despacito y claro todo lo que pensaba. Decirle que no tenía nada contra la ciencia ni contra la propiedad en general, pero que sabía él, el hijo del rico mercader de tejidos de Asís, lo difícil que es poseer algo y seguir siendo amigo de todos los hombres y, sobre todo, el amigo de Jesucristo. Que allí donde cada uno se esfuerza en hacerse un haber ya se ha acabado la verdadera comunidad de hermanos y de amigos. Y que no se podrá nunca hacer que el hombre que tiene algunos bienes a la vista no tome espontáneamente una actitud defensiva con respecto a los otros hombres. Es eso lo que había explicado en otro tiempo al Obispo de Asís, que se asombraba de la excesiva pobreza de los hermanos. - Señor Obispo - le había dicho entonces-, si tenemos posesiones, nos harán falta armas para defenderlas. El Obispo lo había comprendido. Lo sabía por experiencia. Demasiado a menudo entonces los hombres de Iglesia tenían que hacerse hombres de armas para defender sus bienes y sus derechos. Pero ¿qué relación tenía todo esto con el salterio en manos de un novicio? Francisco veía bien que, a los ojos de este hermanito, todas estas explicaciones tenían que parecer sin proporción a su demanda. Sin proporción, y, por tanto, ininteligibles. Nunca se había sentido tan impotente como en este momento.
- Cuando tengas el salterio - dijo por fin al hermano, con esperanza de hacerse comprender, a pesar de todo-, ¿qué harás con él? Irás a sentarte en un sillón o en un trono como un gran prelado y dirás a tu hermano: “Tráeme el salterio.”
El hermano sonrió con una sonrisa molesta. No veía el alcance de la advertencia de Francisco. Este acababa de expresarle con humor la tragedia del poseer, tal como él la veía: todas nuestras relaciones humanas falseadas, corrompidas, reducidas a relación de dueño y de siervo a causa del haber. A causa de los bienes que creemos poseer. Y que no era necesario tener mucho para comportarse como dueño. Eso era grave, demasiado grave, para que se pudiera sonreír.
Pero Francisco no tenía ante él más que a un niño. Un pobre niño que no podía comprender cosas graves, pero a quien, sin embargo, era preciso tratar de salvar. Se sintió lleno de una inmensa piedad por él. Lo cogió maternalmente por el brazo y lo llevó junto a una roca, en la que se sentaron los dos.
- Escucha, hermanito - le dijo -. Voy a confiarte una cosa. Cuando yo era más joven, también fui tentado por los libros. Me hubiera gustado tenerlos. Pensaba entonces que me darían la Sabiduría. Pero, mira, todos los libros del mundo son incapaces de dar la Sabiduría. Es preciso no confundir la Ciencia con la Sabiduría. El demonio supo en otro tiempo las cosas celestes y conoce ahora más cosas terrestres que todos los hombres del mundo. En la hora de la prueba, en la tentación o en la tristeza, no son los libros los que pueden venir a ayudarnos, sino simplemente la Pasión del Señor Jesucristo.

Francisco se calló un instante. Después, dolorosamente, añadió:
- Ahora yo sé a Jesús pobre y crucificado. Esto me basta. 

Este pensamiento lo absorbió de repente todo entero. Permaneció allí abismado, con los ojos cerrados, completamente extraño a lo que podía pasar alrededor de él. Cuando, después de bastante tiempo, volvió en sí, se dio cuenta con espanto de que estaba solo. El hermano le había dejado y se había marchado. Los días pasaban. A los ojos de Francisco se hacían cada vez más sombríos. Había llegado el otoño. El viento arrancaba a los árboles sus hojas amarillas y a la luz del sol, como una nube de mariposas. Después, poco a poco, el bosque perdió su brillo. Entre los árboles desnudos sólo los altos pinos hacían todavía aquí y allá manchas oscuras de verde. En seguida los primeros fríos se hicieron sentir, anunciando que el invierno estaba cerca. Y una mañana de diciembre la ermita despertó cubierta de nieve. La decoración cambiaba. Pero, para Francisco, el tiempo parecía haberse parado. Algo de él se había quedado frío. Los días y las estaciones seguían su ronda. Pero él ya no estaba en el movimiento de las cosas y los seres. Vivía fuera del tiempo. Como se le había visto irse por los dorados senderos del otoño, se vio igualmente deslizarse como una sombra sobre la nieve recién caída, siempre persiguiendo una paz que le huía. Francisco pasaba así horas largas lejos de la mirada de los hermanos. Rezaba, pero no era como en otro tiempo, en las iglesias del campo de Asís, de San Damián o la Porciúncula. Cristo no se animaba a sus ojos. En vez de eso, un vacío, un vacío enorme. Se preguntaba lo que tenía que hacer. ¿Dejar la ermita y volver en medio de los hermanos? Pero entonces ¿cómo ocultar su tristeza y su angustia? ¿Y qué iba a decirles? ¿Permanecer en la soledad? Pero ¿no era eso abandonar a los que el Señor le había confiado? El se sentía responsable por cada uno de sus hijos. ¿Y cuántos iban a turbarse, a desorientarse, a desviarse, quizá para siempre de su vocación por su silencio y su abandono? Por momentos sentía en él surgir una profunda cólera contra todos los que querían arrancarle a sus hijos. Después llegaba a dudar de sí mismo. Se reprochaba sus faltas, su orgullo, sobre todo. Y mientras que Francisco se abismaba así ante Dios en la soledad, las horas pasaban. Muchas veces se olvidaba de la comida. Llegaba tarde a los oficios de la pequeña comunidad. Los hermanos había tomado la costumbre de no esperarle. Se había convenido así. La tristeza en que estaba sumergido su padre les hundía. Y, sin embargo, cuando él se encontraba en medio de ellos se esforzaba en no dejar aparecer los sentimientos profundos que le torturaban. Se mostraba afable, atento a cada uno de ellos y de una bondad exquisita. Tenía siempre una palabra para el hermano que volvía de pedir en las chozas  de la montaña, pero no podía ocultar sus ojos enrojecidos, en carne viva por las lágrimas. Ni tampoco su delgadez extrema. A los ojos de todos se moría. Un día de mucho frío, León salió a buscarle en la nieve. Le encontró de rodillas sobre una roca, con la que parecía haberse fundido. Estaba como petrificado. Al lado, un gran pino cubierto de nieve y escarcha, tendía hacia el cielo sus enormes ramas de agujas brillantes. Parecía un gigantesco candelabro de plata maciza. León levantó a Francisco y dulcemente se puso a llevarlo hacia la ermita, sosteniéndolo por el brazo como un pobre niño perdido. En algunos sitios resbalaban pedazos de nieve de las ramas altas y caían como un polvo blanco. Un frío glacial estrechaba duramente todas las cosas. Se oía en el silencio crujir a los árboles bajo la mordedura del hielo. Un pálido sol de invierno echaba sus rayos oblicuos sobre la nieve y la hacía resplandeciente. Esta reverberación cegaba a Francisco. Sus ojos enfermos no podían sostener este brillo. Era como un pájaro nocturno, que caído de su escondrijo se encontraba deslumbrado por la luz del día. León condujo a Francisco a la cabaña, en donde los hermanos habían encendido un fuego. Francisco se sentó delante del hogar, cruzó sus manos sobre las rodillas y permaneció así mucho tiempo, contemplando el fuego. No decía nada. A veces un escalofrío le sacudía todos los miembros. Cuando la llama no era demasiado viva seguía con los ojos todos los movimientos, miraba cómo corría de un extremo a otro de los tizones, se elevaba, bailaba y después se acostaba y enrollaba alrededor de la rama hasta casi apagarse y después se volvía a lanzar crepitando súbitamente en una nube de chispas. Después, León echaba en el fuego un puñado de ramitas secas para reanimarlo. La llama se elevaba clara, completamente blanca. Francisco cerraba los ojos para evitar el deslumbramiento o ponía las manos de pantalla. León le hablaba dulcemente. Eran palabras completamente simples y triviales, como se dicen a un niño enfermo. Francisco escuchaba y sonreía. Se sentía muy agotado, incapaz de ningún esfuerzo.
Permanecía inmóvil, con la mirada perdida en el fuego de la chimenea. La llama bajaba lentamente. Se dividía en una multitud de llamitas azules, verdes, rojas y naranjas, que brillaban alrededor del leño, lo envolvían y lo lamían por todas partes, con un débil crepitar quejoso. Afuera, el viento silbaba y soplaba en ráfagas. Se oía al bosque temblar y gemir bajo su soplo. Francisco, ante este pobre fuego, meditaba. Antes, cuando los hermanos iban por ramas al bosque les recomendaba que no cogieran las cepas, para dejarles esperanza de reverdecer. Ahora preguntaba ansiosamente si la cepa había sido bastante perdonada y si un día iba a poder volver a brotar.

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